Está de moda hoy día hablar de discriminaciones positivas. Se dice además que estas discriminaciones no implican en ningún caso perjudicar a nadie o, que si así fuera, el bien perseguido (generalmente la igualdad) valdría más que ese agravio “colateral”. Pues bien, intentaré en este post demostrar por qué afirmar esto es falaz y discriminar positivamente -ya sea a través de programas de intervención especial o cuotas- supone ni más ni menos que un perjuicio para el resto de los no “positivamente discriminados”.
Para ello es importante recordar que:
1. El tiempo es finito y limitado: disponemos todos sin excepción de 24 horas y en función de una serie de variables (salud, contexto, suerte etc.) un número más o menos cuantioso de años de vida.
2. Otro tipo de recurso como es la fuerza de trabajo también es finita y limitada ya que a expensas del interés y dedicación que uno pueda desplegar en una determinada tarea, existen una serie de necesidades (biológicas o de índole autorrealizadoras) que nadie puede ignorar pese a que en última instancia, el tiempo delimita, de todas todas, nuestra oferta potencial como fuerza de trabajo.
3. Por último, los recursos materiales (no humanos) son también finitos sean éstos más o menos cuantiosos o costosos ya que salvando el hecho de que vivimos en una constante revolución tecnológica, los recursos energéticos o su explotación son a día de hoy también limitados.
Según la R.A.E. discriminar significaría seleccionar excluyendo, pues bien, uno de los principios básicos de la economía es que el coste de una cosa es también aquello a lo que renunciamos para conseguirla (concepto de coste de oportunidad) y como acabo de plantear, toda elección encuadrada en un contexto de insalvables limitaciones (en cuanto a recursos), supone renunciar a otras tantas o más posibilidades. Por tanto, el hecho de seleccionar aunque sea “bienintencionadamente” implica que los no seleccionados serán obviamente desatendidos y por tanto, en un sentido amplio y riguroso, perjudicados puesto que todos esos recursos destinados ya no serán recuperables. Ejemplo: si un docente cuenta con diez alumnos, un aula y ocho horas de clase, cada minuto que el profesor dedique a la atención personalizada de un determinado alumno, supone un minuto perdido para los intereses (digamos más individuales o egoístas) de los nueve alumnos restantes. En este ejemplo, la cosa no parece grave pero si “tensamos un poco más la cuerda” y planteamos un auténtico dilema de tratamiento terapéutico, el tema parece más claro: imaginemos ahora que en un remoto pueblo de Asturias, no sólo se dispone de un único profesor con la suficiente preparación sino que además, uno de esos diez alumnos es ciego. El único cualificado para atender terapéuticamente a este niño es ahora además el único cualificado para impartir clase a los que sí que ven. Por tanto al profesor se le plantea un grave dilema: dedicar un importante número de horas a las necesidades educativas especiales del niño ciego en detrimento del aprendizaje de los otros nueve, o centrarse en la instrucción (convencional) del grupo en detrimento de las necesidades del chico invidente. No olvidemos que el profesor sigue disponiendo, al igual que antes, únicamente de ocho horas, diez alumnos y un único aula...
Esto nos llevaría al segundo tema a tratar. Y es que aceptando el hecho inequívoco de que todo el mundo comparte una serie de necesidades (en el caso anterior, la necesidad de aprender), esa selección o discriminación de la que hablábamos antes será catalogable como “positiva” o “negativa” únicamente en función de la valoración subjetiva -por parte del potencial ofertante de la ayuda- de las necesidades requeridas por los potencialmente “ayudables” (como buenas-malas, mejores-peores). Como bien plantea Pinker, “la cuestión no es si la trigonometría es importante, sino si es más importante que la estadística; no es si una persona instruida ha de conocer a los clásicos, sino si es más importante que una persona instruida conozca a los clásicos y no la economía elemental. En un mundo de una complejidad que constantemente pone en entredicho nuestras instituciones, no se pueden evitar responsablemente esos equilibrios.”
Y llegamos entonces al tercer y último punto a tratar: discriminar significa perjudicar por omisión a terceras personas, pero ¿no es esto lo que hacemos todos a todas horas? Elegir y por tanto... ¿perjudicar por omisión a los no elegidos? En efecto, por ello, dos cuestiones de profundo calado se nos plantean: ¿hasta qué punto discriminar planificada y sistemáticamente (desde el Estado central) es justo y deseable? ¿Dónde acaba la igualdad de oportunidades y empieza el igualitarismo que discriminaría positivamente a los menos capaces y negativamente a los que más lo están?
Intentaré abordar (no dentro de mucho tiempo espero) esta problemática en forma de pregunta: ¿dónde o cuándo acabaría el “cada uno en función de sus necesidades” (concepción marxista adoptada por la educación) y dónde o cuándo empezaría el “cada uno en función de sus capacidades”?
César.