30 de octubre de 2008

El dinero lo es todo (2ª parte)


Concluí en el anterior post que el problema de la “educación” hoy día es que no cuesta lo que realmente vale. Pues bien, para poder afirmar tal cosa me va a hacer falta definir: primero qué es educación y segundo qué entendemos por “valor” de algo para poder concluir en un tercer momento que -dentro del contexto socialdemócrata actual- podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que la “educación” no cuesta lo que vale, que de hecho cuesta -aparentemente- muchísimo menos de lo que realmente vale y que por ende, la ineficiencia del sistema perjudica tanto a los consumidores (padres, niños o educandos en general) como a los potenciales ofertantes (directores, docentes, educadores en general).

1. ¿Qué es educación, o mejor dicho, qué es educar?

Pese a que parece que existe una ciencia de la educación (Pedagogía) la cosa no está tan claro ya que no hay consenso entre autores y/o corrientes acerca de qué es exactamente educación y qué no lo es, y aunque estas discrepancias afectarían sobre todo a cuestiones quizás más secundarias (sólo quizás...) nos da una idea de hasta qué punto la pretensión científica educativa dista mucho de ser perfecta.

Yo humildemente, tomaré prestada la concepción de Fritz März ya que es la que más me convence: educar sería esa “ayuda de una persona madura hacia otra persona en su pobreza esencial con la intención de llevar al otro hacia su propia responsabilidad”; de lo que subyacen las principales características del hecho educativo: la interpersonalidad, la intencionalidad, la moralidad como vía para alcanzar la libertad y como dice März, el amor. No en vano, es sorprendente hasta qué punto los propios “expertos” en educación o docentes de la facultad de educación (en mi caso) son capaces de “desvirtuar” o “popularizar” el concepto de Educación (clave en nuestro campo) hasta llegar incluso a utilizar educar como sinónimo de enseñar (si no de influir sencillamente en alguien) cuando en realidad la enseñanza-aprendizaje es objeto de otra ciencia, la Didáctica y la influencia es propio de... cualquiera.

Y es que no salgo de mi asombro cuando tiene que ser de un economista –Murray Rothbard- que lea: “la clase media que rinde culto a la escuela es víctima de una falacia crucial, a saber, confunde la instrucción formal con la educación en general. La educación es un proceso de aprendizaje que dura toda la vida y que no sólo tiene lugar en la escuela, sino también en todas las demás áreas.” Rothbard congeniaría con un buen profesor que tuve el año pasado que siempre nos decía: “la instrucción o enseñanza es importante, de hecho es el medio educativo más importante de la Educación, pero no es la Educación en sí misma”. Parece que a muchos se les olvida esto.

Queda por tanto demostrado que enseñar no es educar (educar es muchísimo más) y que la escuela aunque además de enseñar educa, no es ni debe ser la única que lo haga.

2. ¿Qué cuesta y qué vale una cosa?

Pese a que este tema ya lo tratamos en la “falacia física del valor”, quisiera recordar que desde la perspectiva económico-científica hablaríamos de valor subjetivo por una parte y de coste objetivo para el consumidor por otra (coste como sinónimo de precio en este caso). Es decir, que según la ley de la oferta y la demanda existiría un equilibrio donde el precio ha alcanzado un nivel en que la cantidad ofertada y la demandada se igualan, o lo que es lo mismo, que existe un precio (de facto) que tanto yo -como demandante- como el empresario -como ofertante- estamos dispuestos a asumir.

Si algo nos enseña la propia vida es que el valor de algo no depende ni de su coste de producción ni de lo que diga su etiqueta o código de barras. Factores como la escasez, el gusto o las expectativas afectan consciente o inconscientemente a nuestra percepción del valor de las cosas: un regalo de nuestra infancia puede tener para nosotros un valor incalculable y para el resto de mortales no ser más que un peluche de felpa corroído y andrajoso por el que no darían “ni un duro”. Es por ello que se hace imprescindible diferenciar el valor (subjetivamente estimado) de una cosa del precio (en el mercado) de ésta.

3. El Estado planificador.

Si observamos cómo está establecido nuestro sistema educativo, nos damos cuenta de que algo muy “gordo” pasa: el precio no lo ajusta libremente el mercado atendiendo a la ley de la oferta y la demanda, lo fija el Estado, y además fija uno muy concreto: cero. Pero no caigamos en el error de la aparente “gratuidad” de las cosas no... Que no paguemos a la entrada del colegio o al final del trimestre una suma de dinero al director del centro pertinente no significa que la enseñanza de nuestros hijos sea gratuita, significa que el Estado, muy previsor él, se ha cobrado vía impuestos directos (renta) como indirectos (I.V.A. por ejemplo) el coste de ésta. Pero el problema no es que el Estado fije el precio (ya que podría ocurrir que este precio fuera -por pura casualidad o capacidad de los tecnócratas- similar al auténtico precio de equilibrio de mercado) sino que fija un precio en base a una demanda que desconoce. Y al tratarse la “educación” –más bien instrucción- de un derecho recogido en la constitución (pasado a auténtica y en ocasiones nefasta obligación por mera costumbre) lo que no puede hacer el Estado es dejar a nadie sin ésta, por lo que dentro de su planificación “a ciegas”, prevé exceso de oferta, “por si acaso” claro... Pero la cosa no queda ahí, el planificador tendrá que decidir además de todo lo referente a lo cuantitativo y logístico (número de centros, plazas, distribución de éstas etc.), lo cualitativo, es decir: tipo de enseñanza, contenidos, objetivos etc. En definitiva, determinará tecnocráticamente qué debe ser la enseñanza en base a una única y propia concepción de qué es la educación -si bien disponen de un muy concreto margen de maniobra "diferenciadora"- y por tanto de qué es el hombre (o en nuestro caso el ciudadano). Se trata en definitiva de un modelo educativo completamente ineficiente en lo económico y adoleciente de aspiraciones totalitarias en lo humano por su contrastable incapacidad para concebir, amparar y ofertar modelos educativos a la exacta medida del consumidor, sea éste educando o discente.

Cerraré el tema (a falta de analizar en una tercera y última parte qué papel desempeñaría la iniciativa privada en todo esto) con una cita del profesor E. G. West: “Proteger a un niño contra el hambre y la desnutrición probablemente es tan importante como preservarlo de la ignorancia. Sin embargo, es difícil concebir que un gobierno, deseoso de procurar a los niños los niveles mínimos de alimentación y vestimenta, promulgara leyes de alimentación obligatoria y universal, o instrumentara un aumento de impuestos o de aranceles para proveerles alimento “gratuito” en cocinas o establecimientos de propiedad de las autoridades locales. Y es aún más difícil imaginar que la mayoría de las personas aceptaría este sistema sin cuestionamientos [...]”


César

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